jueves, 6 de junio de 2013

Carta a los sacerdotes con motivo de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús

 CONGREGACIÓN PARA EL CLERO
Sacratísimo Corazón de Jesús
7 de junio de 2013





Queridos hermanos en el sacerdocio y amigos:
Con ocasión de la próxima solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, el 7 de junio de 2013, en la cual celebramos la Jornada Mundial de Oración por la santificación de los Sacerdotes, os saludo cordialmente a todos, a cada uno de vosotros, y doy gracias al Señor por el don inefable del sacerdocio y por la fidelidad al amor de Cristo.
La invitación del Señor a «permanecer en su amor» (cfr. Jn 15, 9) vale para todos los bautizados, pero en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús resuena con renovada fuerza en nosotros, los sacerdotes. Como nos ha recordado el Santo Padre en la apertura del Año Sacerdotal, citando al Santo Cura de Ars, «el sacerdocio es el amor al Corazón de Jesús» (cfr. Homilía en la celebración de las Vísperas de la Solemnidad del Sacratísimo Corazón de Jesús, 19 de junio de 2009). De este Corazón —y no lo podemos olvidar nunca— brotó el don del ministerio sacerdotal.
Hemos hecho experiencia de que «permanecer en su amor» nos impulsa con fuerza hacia la santidad. Una santidad —lo sabemos bien— que no consiste en llevar a cabo acciones extraordinarias, sino en permitir que Cristo actúe en nosotros y hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. El valor de la santidad está en la estatura que Cristo alcanza en nosotros, en cuánto, con el vigor del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida.
Los presbíteros hemos sido consagrados y enviados para hacer actual la misión salvífica del Hijo Divino encarnado. Nuestra función es indispensable para la Iglesia y para el mundo y requiere nuestra plena fidelidad a Cristo y nuestra incesante unión con Él. Así, sirviendo humildemente, somos guías que llevan a la santidad a los fieles encomendados a nuestro ministerio. De ese modo, se reproduce en nuestra vida el deseo que expresó Jesús en su oración sacerdotal, después de instituir la Eucaristía: «Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que Tú me diste, porque son tuyos (…). No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno (…). Santifícalos en la verdad (…). Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad (Jn 17, 9.15.17.19).

En el Año de la Fe
Estas consideraciones asumen una importancia especial en relación a la celebración del Año de la Fe —que el Santo Padre Benedicto XVI convocó con el Motu proprio Porta Fidei (11 de octubre de 2011)— que comenzó el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y que terminará en la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, el próximo 24 de noviembre. La Iglesia con sus Pastores debe seguir en camino, para sacar a los hombres del “desierto” y llevarlos hacia la comunión con el Hijo de Dios, que es la Vida para el mundo (cfr. Jn 6, 33).
En esta perspectiva, la Congregación para el Clero dirige la presente carta a todos los sacerdotes del mundo, para ayudar a cada uno a renovar el compromiso de vivir el evento de gracia al que estamos llamados, de modo particular a ser protagonistas y animadores diligentes para un descubrimiento de la fe en su integridad y en todo su atractivo; por tanto, estimulados a considerar que la nueva evangelización está orientada precisamente a la trasmisión genuina de la fe cristiana.
En la Carta Apostólica Porta Fidei el Papa interpreta los sentimientos de los sacerdotes de no pocos países: «Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas» (n. 2).
La celebración del Año de la Fe se presenta como una oportunidad para la nueva evangelización, para superar la tentación del desánimo, para dejar que nuestros esfuerzos se muevan cada vez más bajo el impulso y la guía del actual Sucesor de Pedro. Tener fe significa principalmente estar seguros de que Cristo, venciendo la muerte en su carne, hizo posible también para quien cree en Él compartir ese destino de gloria, y satisfacer el anhelo, que alberga en el corazón de todo hombre, de una vida y un gozo perfectos y eternos. Por esto, «la Resurrección de Cristo es nuestra mayor certeza, es el tesoro más valioso. ¿Cómo no compartir con los demás este tesoro, esta certeza? No es sólo para nosotros; es para transmitirla, para darla a los demás, compartirla con los demás. Es precisamente nuestro testimonio» (PAPA FRANCISCO, Audiencia General, 3 de abril de 2013).
Como sacerdotes debemos prepararnos para guiar a los demás fieles hacia una maduración de la fe. Sentimos que nosotros somos los primeros que tenemos que abrir más nuestros corazones. Recordemos las palabras del Maestro en el último día de la fiesta de las Cabañas en Jerusalén: «Jesús, en pie, gritó: “el que tenga sed, que venga a mí y beba, el que cree en mí. Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán ríos de agua viva”. Dijo esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39). También del sacerdote, alter Christus, pueden manar ríos de agua viva, en la medida en que él beba con fe las palabras de Cristo, abriéndose a la acción del Espíritu Santo. De su “apertura” a ser signo e instrumento de la gracia divina depende en última instancia, no sólo la santificación del pueblo que se le ha encomendado, sino también el orgullo de su identidad: «El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco —no digo “nada” porque, gracias a Dios, la gente nos roba la unción— se pierde lo mejor de nuestro pueblo, lo que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor “ya tienen su paga”, y puesto que no se juegan ni la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con “olor a oveja” — esto os pido: sed pastores con “olor a oveja”, que eso se note—, en vez de ser pastores en medio de su rebaño y pescadores de hombres» (PAPA FRANCISCO, Homilía de la S. Misa crismal, 28 de marzo de 2013).



Transmitir la Fe
Cristo encomendó a los Apóstoles y a la Iglesia la misión de predicar la Buena Nueva a todos los hombres. San Pablo siente el Evangelio como «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Jesucristo mismo es el Evangelio, la “Buena Nueva” (cfr. 1Cor 1, 24). Nuestra tarea es ser portadores de la fuerza del amor inconmensurable de Dios, que se manifestó en Cristo. La respuesta a la generosa Revelación divina es la fe, fruto de la gracia en nuestras almas, que requiere la apertura del corazón humano. «Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios» (Porta Fidei, n. 7). Que tras años de ministerio sacerdotal, con frutos y con dificultades, el presbítero pueda decir con San Pablo: «He completado el anuncio del Evangelio de Cristo» (Rom 15, 19; 1Cor 15, 1-11; etc.).
Colaborar con Cristo en la transmisión de la fe es una tarea de todo cristiano, dentro de la característica cooperación orgánica entre fieles ordenados y fieles laicos en la Santa Iglesia. Este dichoso deber implica dos aspectos profundamente unidos. El primero, la adhesión a Cristo, que significa hacer un encuentro personal con Él, seguirlo, ser sus amigos, creer en Él. En el contexto cultural actual, resulta particularmente importante el testimonio de la vida —condición de autenticidad y credibilidad— que hace descubrir que por la fuerza del amor de Dios su Palabra es eficaz. No debemos olvidar que los fieles buscan en el sacerdote al hombre de Dios y su Palabra, su Misericordia y el Pan de la Vida.
Un segundo punto del carácter misionero de la transmisión de la fe se refiere al hecho de aceptar con gozo las palabras de Cristo, las verdades que nos enseña, los contenidos de la Revelación. En este sentido, un instrumento fundamental será precisamente la exposición ordenada y orgánica de la doctrina católica, anclada en la Palabra de Dios y la Tradición perenne y viva de la Iglesia.
En particular, tenemos que comprometernos a vivir y a hacer vivir el Año de la Fe como una ocasión providencial para comprender que los textos que los Padres conciliares nos dejaron como herencia, según las palabras del beato Juan Pablo II: «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia [...]. Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia que la Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» (JUAN PABLO II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 6 de enero de 2001, 57: AAS 93 [2001], 308, n. 5).

Los contenidos de la fe
El Catecismo de la Iglesia Católica —que el Sínodo de los Obispos extraordinario de 1985 indicó como instrumento al servicio de la catequesis y se realizó mediante la colaboración de todo el Episcopado— ilustra a los fieles la fuerza y la belleza de la fe.
El Catecismo es un auténtico fruto del Concilio Ecuménico Vaticano II, que hace más fácil el ministerio pastoral: homilías atractivas, incisivas, profundas, sólidas; cursos de catequesis y de formación teológica para adultos; la preparación de los catequistas, la formación de las distintas vocaciones en la Iglesia, especialmente en los Seminarios.
La Nota con indicaciones pastorales para el Año de la fe (6 de enero de 2012), ofrece un amplio abanico de iniciativas para vivir este tiempo privilegiado de gracia muy unidos al Santo Padre y al Cuerpo episcopal: las peregrinaciones de los fieles a la Sede de Pedro, a Tierra Santa, a los Santuarios marianos, la próxima Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro en el inminente mes de julio; los simposios, congresos y reuniones, incluidos los de nivel internacional y, en particular, los dedicados a redescubrir las enseñanzas del Concilio Vaticano II; la organización de grupos de fieles para la lectura y la profundización común del Catecismo con un compromiso renovado de difundirlo.
En el actual clima relativista parece oportuno poner de relieve cuán importante es el conocimiento de los contenidos de la auténtica doctrina católica, inseparable del encuentro con testigos atractivos de la fe. De los primeros discípulos de Jesús en Jerusalén se narra en libro de los Hechos que «perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42).
En este sentido el Año de la Fe es una ocasión especialmente propicia para escuchar con más atención las homilías, las catequesis, las alocuciones y las demás intervenciones del Santo Padre. Para numerosos fieles, tener a disposición las homilías y los discursos de las audiencias será una gran ayuda para transmitir la fe a otros.
Se trata de verdades que nos dan vida, como dice san Agustín cuando, en una homilía sobre la redditio symboli, describe la entrega del Credo: «Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón, y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis; algo en lo que mantengáis despierto el corazón, aun cuando vuestro cuerpo duerme» (AGUSTÍN DE HIPONA, Sermón 215, sobre la Redditio Symboli).
En Porta Fidei se traza un recorrido para ayudar a comprender de modo más profundo los contenidos de la fe y el acto con el cual nos encomendamos libremente a Dios: el acto con el que se cree y los contenidos a los que damos nuestro asentimiento están marcados por una profunda unidad (cfr. n. 10).

Crecer en la fe
El Año de la fe representa, por tanto, una invitación a la conversión a Jesús único Salvador del mundo, a crecer en la fe como virtud teologal. En el prólogo al primer volumen de Jesús de Nazaret, el Santo Padre escribe acerca de las consecuencias negativas si se presenta a Jesús como una figura del pasado de quien se sabe poco de cierto: «Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío» (p. 8).
Vale la pena meditar muchas veces estas palabras: «la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende». Se trata del encuentro personal con Cristo. Encuentro de cada uno de nosotros, y de cada uno de nuestros hermanos y hermanas en la fe, a los que servimos con nuestro ministerio.
Encontrar a Jesús, como los primeros discípulos —Andrea, Pedro, Juan— como la samaritana o como Nicodemo; acogerlo en casa propia como Marta y María; escucharle leyendo muchas veces el Evangelio; con la gracia del Espíritu Santo, este es el camino seguro para crecer en la fe. Como escribía el Siervo de Dios Pablo VI: «La fe es el camino a través del cual la verdad divina entra en el alma» (Insegnamenti, IV, p. 919).
Jesús nos invita a sentir que somos hijos y amigos de Dios: «Os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca. De modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dé» (Jn 15, 15-16).


Medios para crecer en la Fe. La Eucaristía
Jesús nos invita a pedir con plena confianza, a rezar con las palabras “Padre nuestro”. Propone a todos, en el discurso de las Bienaventuranzas, una meta que a los ojos de los hombres parece una locura: «Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Para ejercer una buena pedagogía de la santidad, capaz de adaptarse a las circunstancias y los ritmos de cada persona, debemos ser amigos de Dios, hombres de oración.
En la oración aprendemos a llevar la Cruz, esa Cruz abierta al mundo entero, para su salvación, que, como revela el Señor a Ananías, acompañará también la misión de Saulo, recién convertido: «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre» (Hch 9, 15-16). Y a los fieles de Galacia, san Pablo hará esta síntesis de su vida: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2, 19-20).
En la Eucaristía se actualiza el misterio del sacrificio de la Cruz. La celebración litúrgica de la Santa Misa es un encuentro con Jesús que se ofrece como víctima por nosotros y nos transforma en Él. «Por su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia propia para introducir a los fieles en el conocimiento del misterio celebrado. Precisamente por ello, el itinerario formativo del cristiano en la tradición más antigua de la Iglesia, aun sin descuidar la comprensión sistemática de los contenidos de la fe, tuvo siempre un carácter de experiencia, en el cual era determinante el encuentro vivo y persuasivo con Cristo, anunciado por auténticos testigos. En este sentido, el que introduce en los misterios es ante todo el testigo» (BENEDICTO XVI, Exhort. Ap. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 64). No sorprende entonces que en la Nota con indicaciones pastorales para el Año de la fe se sugiera intensificar la celebración de la fe en la liturgia y, en particular, en la Eucaristía, donde se proclama, se celebra y se refuerza la fe de la Iglesia (cfr. n. IV, 2). Si la liturgia eucarística se celebra con gran fe y devoción, los frutos son seguros.

El Sacramento de la Misericordia que perdona
La Eucaristía es el Sacramento que edifica la imagen del Hijo de Dios en nosotros, mientras que la Reconciliación es lo que nos hace experimentar la fuerza de la misericordia divina, que libera el alma de los pecados y le hace saborear la belleza de volver a Dios, verdadero Padre enamorado de cada uno de sus hijos. Por esto, el sagrado ministro en primera persona debe estar convencido de que «sólo comportándonos como hijos de Dios, sin desalentarnos por nuestras caídas, por nuestros pecados, sintiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!» (PAPA FRANCISCO, Audiencia general, 10 de abril de 2013).
El sacerdote debe ser sacramento en el mundo de esta presencia misericordiosa: «Jesús no tiene casa porque su casa es la gente, somos nosotros, su misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser la presencia de amor de Dios» (PAPA FRANCISCO, Audiencia general, 27 de marzo de 2013). No podemos, pues, enterrar este maravilloso don sobrenatural, ni distribuirlo sin tener los mismos sentimientos de Aquel que amó a los pecadores hasta el culmen de la Cruz. En este sacramento el Padre nos ofrece una ocasión única para ser, no sólo espiritualmente, sino nosotros mismos, con nuestra humanidad, la mano suave que, como el Buen Samaritano, vierte el aceite que alivia las llagas del alma (Lc 10, 34). Debemos sentir como nuestras estas palabras del Pontífice: «Un cristiano que se cierra en sí mismo, que oculta todo lo que el Señor le ha dado, es un cristiano... ¡no es cristiano! ¡Es un cristiano que no agradece a Dios todo lo que le ha dado! Esto nos dice que la espera del retorno del Señor es el tiempo de la acción —nosotros estamos en el tiempo de la acción—, el tiempo de hacer rendir los dones de Dios no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los demás; el tiempo en el cual buscar siempre hacer que crezca el bien en el mundo. […] Queridos hermanos y hermanas, que contemplar el juicio final jamás nos dé temor, sino que más bien nos impulse a vivir mejor el presente. Dios nos ofrece con misericordia y paciencia este tiempo para que aprendamos cada día a reconocerle en los pobres y en los pequeños; para que nos empleemos en el bien y estemos vigilantes en la oración y en el amor. Que el Señor, al final de nuestra existencia y de la historia, nos reconozca como siervos buenos y fieles» (PAPA FRANCISCO, Audiencia general, 24 de abril de 2013).
El sacramento de la Reconciliación, por tanto, es también el sacramento de la alegría: «Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su Hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad en seguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies. Traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y comenzaron a celebrar el banquete» (Lc 15, 11-24). Cada vez que nos confesamos encontramos la alegría de estar con Dios, porque hemos experimentado su misericordia, quizás muchas veces cuando manifestamos al Señor nuestras faltas debidas a la tibieza y la mediocridad. Así se fortalece nuestra fe de pecadores que aman a Jesús y saben que son amados por Él: «Cuando a uno le llama el juez o tiene un juicio, lo primero que hace es buscar a un abogado para que le defienda. Nosotros tenemos uno, que nos defiende siempre, nos defiende de las asechanzas del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados. Queridísimos hermanos y hermanas, contamos con este abogado: no tengamos miedo de acudir a Él para pedir perdón, bendición, misericordia. Él nos perdona siempre, es nuestro abogado: nos defiende siempre. No olvidéis esto» (PAPA FRANCISCO, Audiencia general, 17 de abril de 2013).
En la adoración eucarística, podemos decir a Cristo presente en la Hostia Santa, con santo Tomás de Aquino:
Plagas sicut Thomas no intúeor
Deum tamen meum Te confiteor
Fac me tibi semper magis crédere
En Te spem habére, Te dilígere.
Y también con el apóstol Tomás podemos repetir con nuestro corazón sacerdotal, cuando tenemos a Jesús en nuestras manos: Dominus meus et Deus meus!
«Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). Con estas palabras Isabel saludó a María. Recurramos a aquella que es Madre de los sacerdotes y que nos precedió en el camino de la fe, a fin de que cada uno de nosotros crezca en la Fe de su divino Hijo y así llevemos al mundo la Vida y la Luz, el calor, del Sacratísimo Corazón de Jesús.


CARD. MAURO PIACENZA
Prefecto


+ Celso Morga Iruzubieta
Secretario 

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