Entramos en un periodo del Año Litúrgico, en el que nos jugamos cosas muy esenciales en la vida de la Iglesia. Se podría decir que de cómo encaremos estas tres jornadas, Pentecostés, la fiesta de la Santísima Trinidad y el Corpus Christi, depende mucho la orientación que ha de tomar la vida cristiana. Estoy convencido de que no exagero, por más que algunos puedan pensar que poco se puede esperar ahora que ya han pasado los acontecimientos pascuales y estamos al comienzo de la normalidad del tiempo ordinario.
Es cierto que lo decisivo de estas tres jornadas en el desarrollo de la vida cristiana no lo sería tanto sin la celebración de todos los misterios que las han precedido; sobre todo sin los efectos que en cada cristiano tiene la Pascua del Señor. Ha sido la Pascua la que ha conformado nuestra vida en Cristo Resucitado. Pero, dicho eso, la experiencia cristiana cuando se pone en juego es en Pentecostés: con ese acontecimiento y bajo su influjo comienza la forma apostólica de vida, esa en la que vive todo cristiano hasta que haya una modificación con la segunda venida de Jesucristo al mundo. Mientras tanto, en la Iglesia, se continúa con la forma de vida que el Espíritu inculcó en al corazón de los apóstoles, los primeros testigos del Señor Resucitado.
Desde Pentecostés la vida de los cristianos se define por el testimonio: todos son testigos del Señor en la misión a la que han sido enviados por Jesús en el Bautismo. Su testimonio tiene su raíz en la fe en Cristo resucitado, esa que reciben como don del Espíritu: “Creí, por eso hablé” (2 Cor 4,13). En lo esencial de ese día y de esa etapa, que entonces comenzaron los apóstoles y las primeras comunidades cristianas, nada ha cambiado. La identidad de los hombres y mujeres de fe sigue siendo la misma, la de ser testigos de la fe en el mundo entero. Por eso insisto en que Pentecostés es tan decisivo. Lo es, sobre todo, porque despierta en muchos cristianos el bautismo dormido y los hace pasar del “salón” en el que están en bastantes ocasiones perdiendo el tiempo, y los lleva al corazón de la misión, que siempre está en los corazones doloridos pero esperanzados de las periferias del mundo. Se puede decir, en efecto, que el protagonismo en Pentecostés lo tiene la fe apostólica, esa que siempre hace militantes.
La tercera de estas fiestas es el Corpus Christi, la Eucaristía, es decir, la vida de la Iglesia en su plena realización: “La Eucaristía hace la Iglesia”. En la Eucaristía se condensa toda la vida cristiana; pero, sobre todo, se pone de relieve la íntima e imprescindible relación de la fe con la caridad. “La fe y el amor se necesitan mutuamente. De modo que la una permite a la otra seguir su camino” (Deus caritas est, 14). Las dos, por tanto, han de caminar juntas, y lo hacen con el motor de la Eucaristía, sacramento de la fe y de la caridad. En la Eucaristía, en la que celebramos el amor de Dios en la generosidad de Cristo que se entrega por nosotros, fe y caridad se fecundan mutuamente. Como yo mismo os escribía no hace mucho: “Es la fe la que nos ilumina el rostro de Cristo, es la caridad la que nos muestra su rostro para que le sirvamos en sus necesidades concretas. Se puede decir que un cristiano confiesa su fe por la caridad. En realidad la caridad es el lenguaje de los hombres de fe: hablan de lo que hacen en el amor a sus hermanos”.
Pero, si la vida cristiana está así de bien orientada desde Pentecostés al Corpus, es porque, en medio, celebramos la fiesta de la fuente misma de la fe y la caridad: la Santísima Trinidad. Sabia decisión de la tradición litúrgica de la Iglesia la de colocar, justamente cuando se diseña la forma apostólica de vivir, el misterio que le da vida y en el que encuentra toda su vedad y su fuerza. ¿De dónde le viene a la fe esa fuerza irresistible capaz de transformar el corazón de aquellos a los que llega como don en el Bautismo? Nada sería posible en esa vida nueva que ofrece la fe, si no sucediera todo por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; si no recibiera toda su vitalidad de la misma vida interior que hay en el seno de Dios. Sólo al entrar en el misterio del Dios Trinidad, en su comunicación interior, entendemos que el cristiano lleve un tesoro en el corazón; sólo al participar de lo que vive y siente Dios en sí mismo, podemos nosotros vivir por la fe y la caridad. Precioso misterio de amor, el de un Dios que desde su intimidad viene a la nuestra y nos permite una comunicación que nos hace participar en Él, nos revela incluso el sentido de nuestra vida y nos convierte en sus testigos ante los demás.
Al hilo de estos tres acontecimientos, la Iglesia nos invita a concretar algunas de sus manifestaciones más urgentes: en Pentecostés alienta el apostolado seglar, con la invitación a ser testigos de la fe en el mundo; en el Corpus Christi llama a la caridad, es decir, a servir a los pobres, y lo hace desde la íntima relación con la fe, con una conciencia clara de que la fe está en el origen de la vida cristiana; en la Santísima Trinidad se recuerda que para toda la Iglesia hay unos centinelas que en una experiencia radical de su fe “dedican todo su tiempo a Dios en la solidad y en el silencio, en oración constante y la penitencia practicada con alegría”. Se nos recuerda el valor de la vida contemplativa.
Son tan decisivas estas dos semanas que, de cómo las vivamos, va a depender mucho la autenticidad de nuestra vida cristiana. Os invito a entrar en esta experiencia de fe y caridad, conscientes de que para que este binomio de virtudes cristianas sea fecundo se ha de alimentar acercándose como peregrino al brocal del pozo en el que se recoge el agua viva que alimenta el amor a Dios y el amor al prójimo.
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Plasencia
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